El arte de pensar con el corazón: Octavio Paz
El mejor regalo que puede hacerse uno de los poetas más generosos del mundo, sin ser vanidoso, es pasar a la eternidad.
Aun siendo un arte que depende de la contribución del lector por excelencia; expreso para los sensibles, solidarios tanto con el lenguaje como con los demás poetas, la literatura exige un gesto egoísta por excelencia, un momento de gloria personal, una muestra para la posteridad, a fin de pasar a ser una celebridad. No es nada sencillo encontrar un instante tan solemne e íntimo sin traicionar la condición de poeta solidario admirado en el mundo. Hay que evitar la vanidad, trascender a destiempo, porque, en caso contrario, se pierde el encanto y se rompe la belleza.
La cuestión es aguardar y comparecer cuando se escribe, de manera que, mientras tanto, se impone actuar como uno más y participar de la rutina. Así procedió Octavio Paz cuando fue galardonado por la academia sueca con el premio Nobel de Literatura. Allí, en Estocolmo, caminó al estrado, era fácil distinguir a Paz. A ojos de los lectores, la cuestión es no ser reaccionario. Es entonces, en una situación dramática, cuando aparece el genio y la suerte más banal se convierte en una obra de arte.
Paz había condensado la esencia del pueblo mexicano. La figura de la poesía latinoamericana fue consecuente con el currículo propio de un joven que estudió en las facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y que a los veintitrés fue a España, durante la guerra civil, como miembro de la delegación mexicana al Congreso Antifascista. Se volvió diplomático y lo enviaron a Francia, fue ahí donde le presentaron el surrealismo. El mismo Paz reconoce que en su formación fueron “fundamentales” los surrealistas con los que hizo amistad en el 47. Publica en Francia también, El laberinto de la soledad, un ensayo antropológico sobre los pensamientos y la identidad mexicanos. A Paz no le falta ningún premio, tampoco el Cervantes, y si no ha aceptado algún premio es porque alguna vez dijo en vida que “la relativa inmortalidad de las obras literarias y artísticas la da la calidad”. Delegado en la India y Japón, fue profesor en Estados Unidos y nunca olvido que fue originario de México. Siempre tuvo a la presente la idiosincrasia de su pueblo y eso es rescatable.
Ya en su estilo, Paz siempre se caracterizó por su inconformidad. Resaltaba por la búsqueda de un estilo propio y es por eso que no se le puede encasillar ni buscarle un parecido con otro poeta. Al inicio fue neomodernista, trabajaba en lo existencial, y a veces, jugaba con el surrealismo. No hay etiqueta que le quede mal porque los que intentan archivarlo terminan encantados. Lo que, sin embargo, termina por asombrarnos es la responsabilidad de escribir lo que sentía. A pesar de sus cambios de pensar en lo que respecta a política, nunca se alejó de la gente. Siempre pensó con el corazón.
Al decir que fue un inconforme, me refiero a que fue un poeta que era feliz y volaba entre su obra. Estuvo siempre a la vanguardia de los cambios que ocurrían en la poesía y siempre estuvo experimentando; es por eso que su poesía, como toda poesía que busca mostrar algo más que evidente, terminó siendo una muestra única e irrepetible. Es un poeta que trabaja con imágenes de gran belleza. Siempre estuvo preocupado por la condición humana y social, presente en sus primeros trabajos. Luego ya maduro, se enfocó en el individuo, su soledad y la imposibilidad de comunicarse. Paz trabajo también con los topoemas, que no es más que poesía espacial, poesía opuesta a lo convencional (tiempo y discurso). Un topoema es una gran muestra de sus ganas de encontrar algo nuevo, que rompa esquemas, dándole mucho énfasis a lo sugerente y lo expresivo.
Octavio Paz, en los últimos 40 años, cambió la manera de entender poesía en Latinoamérica. En vida no solo hizo buenos a los demás, sino que fue capaz de mejorarse a sí mismo y reivindicarnos. Ha habido y hay muy buenos poetas en la literatura. Pocos, en cualquier caso, como Paz, que fueron canonizados por el Nobel. El mejor regalo que puede hacerse uno de los poetas más generosos del mundo, sin ser vanidoso, es pasar a la eternidad.